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A un año de la Masacre de Monte, compartimos la reflexión de nuestro compañero Ismael Jalil.

Dejé atrás el pueblo. La ruta me devolvía a mi extraña normalidad, esa que por muchas horas había perdido. El sol se quedaba allí, difuminado sobre la laguna hija del Salado, telón para un horizonte de espanto y bronca. Emprendía el regreso desde el fondo de la barbarie.

Hasta la medianoche del domingo 19 de mayo de 2019, San Miguel del Monte discurría con el perfil propio de todo pueblo de la llanura pampeana. Desde lo bucólico, formal y conservador de su centro urbano, hasta la belleza agreste y agitada de sus márgenes. Allí, la vida se oxigenaba entre juncos laguneros, embriagadoras puestas de sol y trajines plenos de la precariedad laboral con la que la inmensa mayoría de sus poco más de veinte mil pobladores enfrentaba la crisis macrista.

Uno puede imaginar la Plaza Alsina preparada para los actos por el nuevo aniversario de la fundación del pueblo, uno de los más antiguos de la región. Acto formal, con las “fuerzas vivas” vestidas para la ocasión y el previsible muestrario de lugares comunes a los que suelen recurrir los discursos oficiales. Nada diferente a otros pueblos. Y ese otro costado, habitado por la sencillez y la cotidianeidad, con todas sus variantes completamente naturalizadas: desde las manos orgullosamente lastimadas por levantar la piecita del fondo a aquellas que lastiman con patético (y trágico) machismo. Allí conviven los sueños de una guitarra en un honroso jardincito-huerta, un gol en el azulgrana o una destreza en el Ubaldo Matildo, con el esplendor del conocimiento adquirido en la Media 1, el vendedor de mojarras con la profe y la creciente certeza mortal de esa mierda blanca que todo lo invade. Nada distinto a otros pueblos.

Aquella noche, Camila y Rocío dieron vuelta la esquina, se juntaron con Gonzalo y Danilo en la placita donde ponían a salvo sus sonrisas diarias. Allí, donde tantas veces vieron caer una estrella del lado del Totoral y quebraban la monotonía de talas y remansos. Llegó Aníbal en el Fiat Spazio que había comprado con el fruto de su trabajo en el campo. La alegría salía a dar una vuelta.

La taba cayó de culo”, diría luego un parroquiano de viejos bodegones, y muchos repetirán “qué mala suerte esos chicos” .

La historia dice que Rubén García y Leonardo Ecilape son los dos primeros nombres de la “mala suerte” pueblerina. Esos dos pusieron a la poderosa camioneta policial detrás del auto de Aníbal. Intimidando, hostigando, persiguiendo, pero sobretodo, disfrutando. Recorrieron el contorno del pueblo para la práctica de caza a lxs pibxs, con uniforme, arma y móvil provisto por el estado. Sólo los ilusos pueden creer que están para cuidarnos.

Al salir de la última rotonda, Ecilape sacó el cuerpo por la ventanilla del acompañante y disparó sobre el autito. Aníbal pareció perder el control del Fiat.

Faltaban 500 metros para llegar al final del boulevard y encarar por la colectora hacia las luces del pueblo. La Hilux policial aminoró la marcha y se aseguró que hubiera refuerzos sobre el costado de la ruta para mentir que “el vehículo de los cacos huye a toda velocidad” y de esa manera cerrar la excusa perfecta.

Es el turno de los nuevos nombres de la “mala suerte pueblerina”: Manuel Monreal, Mariano Ibáñez y Melina Blanco, tres policías que, a bordo de otra camioneta, los esperaron en la colectora. Monreal bajó y se parapetó. El Fiat giró, y cuando pasó, el oficial disparó otras tres veces sobre el vehículo en movimiento. Danilo miró desconcertado. Las chicas no alcanzaron a comprender por qué Gonzalo gritó que algo le quemaba la nalga. El acoplado del camión detenido en la mano derecha sería el final. Sólo Rocío seguía respirando.

Allí mismo empezó la segunda parte, con distinto entramado, pero no menos cruel ni repugnante. La policía amenazó a los vecinos que salieron ante el estruendo. “Era un auto sospechoso” dirán después. En Monte, hacía rato que la alegría era sospechada, y la policía estaba convenientemente entrenada para acabar con ella. Con revisar el libro de novedades de la dependencia, se puede comprobar que pibxs menores de edad eran frecuentemente detenidxs y maltratados. Y si se habla mano a mano con el pobrerío… El infierno no es una cuestión de tamaño del pueblo, la policía está en todos.

Con el apoyo de sus pares Righero y Gutiérrez, y el aval de sus superiores Domínguez y Miccuci, los policías construyeron la versión oficial: un lamentable accidente vial. Con los mismos mecanismos mentirosos con los que suelen avalar la mayoría de los procedimientos en los que está en juego su impunidad. Esa versión no pudo haber ganado espacio esa versión sin la necesaria complicidad de la intendenta Sandra Mayol y su secretario de seguridad Claudio Martínez.

Los dos funcionarios aprovecharon la desazón de Fabián, el abuelo de Camila, a quien intentaron convencer que fue un trágico accidente. Sobre la misma mesa de la sala de situación del municipio, le prometieron que izarían a media asta la bandera en señal de homenaje.

Martínez, ex policía -mal dicho, nunca dejan de ser policías, en todo caso se trata de otra etapa de su oscura vida- está detenido, naturalmente con prisión domiciliaria a pesar de su muy complicada situación en la causa.
Sandra Mayol, más allá de su benévola situación procesal, debió resignar sus ansias de ser reelecta, porque muchísima gente le dijo NO. La historia suele revelarse en detalles, eso vale para todos, hasta para los más miserables.

Era martes al mediodía y la versión del accidente empezaba a desmoronarse. Los vecinos, esos de mano franca y corazón noble que se multiplican en Monte, mostraron las vainas servidas de 9mm policial recogidas a lo largo de la cacería, contaron lo ocurrido en el instante final, dijeron de la actitud encubridora de la policía y de los funcionarios que iban llegando al sitio.

Un trabajador municipal logró preservar las imágenes que estaban guardadas en el despacho del propio secretario de seguridad del municipio. Pudimos verlas allí, junto al fiscal de la causa y a una abogada amiga de las familias. Las imágenes, que curiosamente no registraban el final de la cacería. También escuchamos las inverosímiles defensas esgrimidas por el secretario Martínez, acompañado por la intendenta y un grupo de funcionarios. Nada de lo que habían empezado a escribir era cierto. Las versiones oficiales deben ser puestas en duda siempre.

Ese mismo día, Juan Carlos y Gladys, Susana, Yanina y la familia de Aníbal supieron la verdad. La indignación y la bronca asumió las formas de la denuncia y del ritual judicial, pero la ocupación de la calle fue decisiva. Los rostros de la alegría trunca empapelaron de punta a punta los frentes de las casas y de los negocios, las banderas ganaban la Plaza día a día, la solidaridad llegaba desde todos los lugares. Se marchó, se gritó, se pintó, denunciando y exigiendo.

Ni accidente, ni locos con uniformes, ni mucho menos “mala suerte” pueblerina. Un claro y típico ejercicio de la represión policial en la modalidad del gatillo fácil con todos sus “requisitos”. En un contexto represivo como el que pocas veces vimos, con un muerto cada 19 horas a manos del estado en sus diferentes maneras de masacrar al pueblo. Esa trágica noche del 20 de mayo de 2019 se consolidaba un lamentable récord: con 26 muertes en 20 días, las duplas Macri-Bullrich en Nación y Vidal-Ritondo en la provincia llegaban a tener más muertos que días de gestión.

Es cierto que a diferencia de tantísimos otros casos, en éste, la mayoría de los implicados están detenidos. Pero no lo estarían si el silencio, el miedo, la resignación, el mirar para otro lado hubieran sido las respuestas populares. Lo que la injusticia hace sobre uno no puede evitar que se desparrame sobre el resto. Las heridas en estos casos son siempre colectivas, y las respuestas también deben serlo.

Pero aunque el esternón se apriete contra la espalda, estamos ciertos en dos cosas. La primera, que desbaratar la impunidad es una lucha incesante. La otra, que la verdad se lleva mejor con la calle que con los despachos.

Esa tarde salí desde el fondo de la barbarie que se halla incorporada a nuestra civilización, con sello y firma decretada. Como tantos otrxs pibxs que caen bajo las balas del gatillo fácil, la única obligación que tenían Rocío, Camila, Danilo, Gonzalo y Aníbal era la de soñar.

En todo eso pensaba cuando llegué a Cañuelas. Paré ahí, para mensajear a mis compañeras y compañeros de CORREPI. También para recomponerme un poco, no hay experiencia que valga frente a la barbarie institucionalizada. Pero no pude dejar de pensar en aquella foto de Camila que estaba en la cocina de su humilde casa al fondo de la calle Yrigoyen, contra el bañado costero. En su mirada niña, en su sonrisa leve.

Ni “mala suerte pueblerina”, ni desgracia. Ni olvido ni perdón.

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