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Acá, la historia de la “celeridad procesal” que reina cuando el imputado lleva uniforme.
El 10 de enero de 2005, alrededor del mediodía, los policías de la comisaría 3ª de Avellaneda (Dock Sud) decidieron castigar a siete presos porque descubrieron que alguno había estado raspando la pared de la celda que compartían con una cuchara. El “boquete”, como lo llamaron varios medios, tenía unos pocos centímetros de diámetro y profundidad. Después de dejar que se calcinaran bajo el sol de enero en la terraza por casi siete horas, los bajaron de a uno al calabozo. A medida que iban entrando, desnudos con la excusa de la requisa, cuatro policías, ubicados de los dos lados del pasillo, los apalearon con sus tonfas y los bastones largos tipo cancha.

 

Terminada la sesión de tormentos, uno por uno fueron subidos a un camión de traslado que los llevó, en un recorrido de varias horas, a diferentes comisarías de la zona. Para entonces, el preso más joven, Diego Gallardo (20), ya no podía caminar ni hablar. Tras una espantosa agonía, sin control de sus esfínteres y vomitando sangre, murió 15 horas después en la comisaría 1ª.
Pilarcita y Josefina, mamá y hermana de Diego, se acercaron a CORREPI casi de inmediato. Pronto leíamos en el protocolo de la autopsia, donde el médico consignó que dejó de contar las lesiones al llegar al número 57, que encontró hematomas intracraneanos e intraparenquimatosos; fractura del parietal, temporal y peñasco izquierdos; del etmoides y de la silla turca; separación traumática de las suturas de los huesos del cráneo y estallido de la cúpula gástrica y del esófago como consecuencia de los vómitos incoercibles, producto de la lesión neurológica severa. “Nunca vi un cuerpo tan apaleado”, dijo el forense, con décadas de experiencia, en el juicio oral, al que llegamos en apenas dos años, gracias al testimonio valiente de los sobrevivientes, que identificaron a los cuatro torturadores: el oficial inspector Marcelo Adrián Fiordomo, el sargento ayudante Julio Alberto Silva, el subcomisario Rubén Alfredo Gómez y el oficial subinspector Hernán Javier Gnopko.

El 24 de abril de 2007, el tribunal oral nº 1 de Lomas de Zamora dictó sentencia. Como suele suceder, se las arreglaron para no decir “fue tortura seguida de muerte”, porque esa calificación apunta al corazón del estado y su gobierno, y en las estadísticas cuatro condenas por homicidio sin aclarar que eran policías sirve para hablar de la “inseguridad”. Pero no pudieron eludir la condena a prisión perpetua.
Pero la perpetua, cuando el condenado usa uniforme, es muy relativa. El oficial Gnopko, que por añadidura cargaba con el delito de falsificación de instrumento público porque fraguó la firma de un médico que nunca estuvo en la comisaría en los certificados que decían que los siete salieron en perfecto estado de salud de la 3ª, siguió en libertad. Como tantas veces sucede, no le habían dictado prisión preventiva durante el proceso. Y ahí empezó la calesita.

El Tribunal de Casación Penal provincial tardó casi cinco años para confirmar la condena (14 de febrero de 2012). Recién el 29 de diciembre de 2014 la Suprema Corte provincial rechazó el recurso de inaplicabilidad de la ley, y necesitó dos años y dos meses para no conceder un recurso extraordinario federal (29 de marzo de 2017). Para entonces, a la defensa sólo le quedaba el recurso de Queja ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que no suspende la ejecución de la pena.
Después de un año más, hace dos días el tribunal oral nº 1 ordenó ¡finalmente! la detención del ex oficial Hernán Gnopko, el mismo que, a lo largo de estos 13 años de impunidad, siguió rondando la zona, y hostigando, cada vez que podía, a la familia Gallardo, como lo hizo en el Hospital Fiorito, con su uniforme de vigilador privado, cuando Josefina empujaba la silla de ruedas de su mamá.
Mientras tanto, sus compañeros de causa, que estuvieron presos desde el principio, aprovecharon la cadena de apelaciones para argumentar que su condena no estaba firme, y, como los condenados a perpetua por la tortura seguida de muerte de Sergio Durán, ninguno estuvo más de diez años preso. Salieron tres, entra uno.

Pilarcita ya no está con nosotros para celebrar –porque sí, a pesar de todo celebramos- que Gnopko duerme desde hoy en un penal. La perdimos hace unos años, pero sigue su lucha Josefina, que el pasado 2 de diciembre estuvo en la Plaza de Mayo, levantando junto a sus compañeros y compañeras de CORREPI la foto de Diego, con su gorro multicolor, y denunciando el crecimiento del gatillo fácil y la tortura, al grito de ¡Unidad, organización y lucha!

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