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Más de 7.600 pibxs fueron asesinadxs por el gatillo fácil o en lugares de detención en manos de las fuerzas represivas estatales.

Estas prácticas sistemáticas se cobran la vida de una persona cada 20 horas. Y es por eso que debemos seguir insistiendo en que mientras las policías y demás fuerzas de la represión sigan facultadas para detener, hostigar y matar, y mientras se les siga garantizando la impunidad, el gatillo fácil y la tortura continúan siendo política de estado.

La historia de la Masacre de Budge es una muestra de esta realidad, pero también es un ejemplo de nuestra lucha.

Un recorrido por la historia

El 8 de mayo de 1987, a las siete de la tarde, tres suboficiales de la policía bonaerense acribillaron a balazos Oscar Aredes (19), Willy Argañaraz (24) y Agustín Olivera (26), que conversaban y tomaban una cerveza en la esquina de Guaminí y Figueredo, Ingeniero Budge. Desde el primer instante, el conjunto del aparato estatal se volcó a garantizar la impunidad del suboficial mayor Juan Ramón Balmaceda, jefe de la partida fusiladora, que arrastraba un largo prontuario al servicio de la todavía reciente dictadura, el cabo primero Juan Alberto Miño y el cabo Isidro Rito Romero. Los pasos iniciales de la causa fueron un compendio de maniobras obstructivas. Se alteró la escena del hecho, se intimidaron potenciales testigos y todas las medidas forenses se contaminaron. Aparecieron los típicos “perros”, armas plantadas por la policía para fraguar un enfrentamiento inexistente, y la morgue remitió el cuerpo de Willy Argañaraz a Tucumán, para ser inhumado, sin esperar la autorización judicial. El detalle no es menor: Willy había sido herido en una pierna, lo subieron con vida a la caja de la camioneta policial que retiró del lugar los otros dos cuerpos, pero cuando llegó al hospital Alende, tenía tres tiros en la frente, a corta distancia. Había que dificultar, con el natural deterioro del cuerpo, que se pudiera, con los recursos técnicos de la época, establecer que esos disparos no correspondían temporalmente con los de la pierna.

Pero con lo que no contaban era con la capacidad de organización popular. En un barrio con altos niveles de solidaridad activa y experiencia acumulada en luchas por tierra y vivienda, lxs vecinxs no se quedaron en sus casas. A poco de las primeras movilizaciones se organizaron en la CAV (Comisión de Amigos y Vecinxs) y lograron resquebrajar el muro de silencio mediático. Por primera vez, desde el fin de la dictadura, un barrio entero se organizó y movilizó para denunciar el gatillo fácil y para enfrentar las presiones, amenazas y atentados que sufrieron familiares, testigos y militantes antirrepresivxs.

Al grito de “El pueblo pide justicia, no hay olvido ni perdón” se sucedieron las marchas de antorchas, primero en el barrio, luego hasta el Puente La Noria y la propia comisaría, que entonces estaba en el cruce del Camino Negro con la General Paz. La lucha contra la represión estatal por primera vez salía del conurbano y llegaba a la puerta de la ciudad de Buenos Aires, y los que nunca miraban tuvieron que ver las gomas humeantes y los carteles.

Tres semanas antes, el gobierno radical de Raúl Alfonsín había claudicado ante el levantamiento carapintada iniciado el 14 de abril, con la negativa del mayor de Inteligencia, Ernesto “Nabo” Barreiro, a presentarse ante la citación de la justicia federal de Córdoba en la causa que se le seguía por torturas y asesinatos. Desoyendo la movilización popular, el domingo 19 de abril el presidente voló en helicóptero a Campo de Mayo, se reunió con el líder de la asonada, el teniente coronel Aldo Rico, y volvió a la Plaza para sepultar definitivamente la “primavera democrática” con aquel “Felices Pascuas, la casa está en orden”. Fue el acto final de lo que había comenzado años antes para neutralizar el reclamo de juicio y castigo a los genocidas. Primero, el Juicio a la Juntas, histórico sin dudas, pero acotado a los comandantes y signado por la Teoría de los Dos Demonios. Después, las Instrucciones a los Fiscales y la Ley de Punto Final, que estableció la caducidad de toda acción penal contra represores que no estuviera iniciada en el brevísimo plazo de 60 días. Los millares de denuncias que se presentaron en todo el país e inundaron los juzgados con nuevas causas frustraron la maniobra de impunidad, y por eso, después de esa Semana Santa, el congreso votaría, el 4 de junio, la Ley de Obediencia Debida. Fue en ese contexto histórico que Budge salió a denunciar la represión en democracia.

En mayo de 1990 se llegó a un primer juicio oral, en el que, a pesar de la evidencia acumulada a contrapelo del encubrimiento oficial, Balmaceda y Miño fueron condenados a leves penas por homicidio en riña, y Romero por homicidio simple. Años después, logramos que la Suprema Corte provincial tuviera que reconocer la manipulación de las pruebas. El fallo fue anulado, y en junio de 1994 un segundo juicio terminó con la condena por homicidio simple para los tres policías, y la pena, aún insuficiente, de 11 años de prisión. Pero los policías siguieron en libertad. Recién en 1998 la condena quedó firme y se ordenó la detención. Naturalmente, se profugaron.

Comenzó entonces la larga lucha para encontrarlos, con la campaña “Si los ve, no avise a la policía, avise a CORREPI”, que repetiríamos a lo largo de los años en tantos otros casos. Y los fuimos encontrando, sin ayuda del aparato estatal, a fuerza de seguir las pistas que nos llegaban, a veces con nombre y apellido, a veces en forma anónima, de quienes respondieron nuestro pedido. En 1999 cayó Romero. Tuvimos que seguir buscando a Miño y Balmaceda hasta fines de 2006. Recién entonces empezaron a cumplir su benévola condena.

Hoy, a 34 años, seguimos luchando por todxs lxs pibes y por eso reclamamos:

. Derogación de las facultades de las fuerzas para hacer detenciones arbitrarias

• Prohibición de la portación y uso del arma reglamentaria fuera de servicio

• Prohibición de dar defensa institucional a miembros de las FFSS en causas penales

• Acceso gratuito al sistema judicial para víctimas y familiares de víctimas de la represión

• Castigo real y efectivo a todos los responsables de hechos represivos

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